
Caballo e historia en la Hípica Castillo de Loarre
Me encuentro en uno de esos lugares que parecen sacados de un sueño medieval. Loarre, Huesca. Aquí, la historia no se cuenta con palabras, se siente en el aire, en las piedras, en el paso del caballo sobre la tierra antigua. El Castillo de Loarre. Imponente, sereno, como si hubiera estado observando el mundo desde hace mil años…
Desde el primer momento, sé que este no es un destino más. Es un cruce de caminos entre el tiempo, el caballo y el paisaje. Aquí todo está entrelazado. Yo no vengo solo a ver caballos, ni solo a ver historia. Vengo a vivir la experiencia que une la historia y el caballo.

Vida en libertad y respeto a la naturaleza
La Hípica Castillo de Loarre se encuentra justo en la falda de la fortaleza, en un entorno donde el verde de las praderas se mezcla con el ocre de la roca, y el canto de los pájaros compite con el relincho lejano de un caballo que se despereza al sol. Aquí, una veintena de caballos viven en semi libertad, moviéndose por amplios espacios donde pueden pastar, correr, descansar… vivir como caballos, con todas las letras.
Y se nota. Desde el primer contacto, uno percibe esa diferencia sutil pero poderosa que distingue a un caballo que ha sido respetado, que ha sido escuchado. Caminan por el campo con esa naturalidad que sólo da la libertad. Algunos levantan la cabeza cuando me acerco, atentos, curiosos. Otros, sin prisa, siguen mordisqueando la hierba, seguros de que nada malo puede venir de los humanos que comparten su espacio.
Sus capas brillan bajo la luz oblicua de esta mañana. Las crines ondean al viento con un aire salvaje y noble. Hay caballos castaños, alazanes, tordos… de tipos variados, pero todos con un denominador común: la rusticidad. Son animales duros, criados para resistir inviernos con ventisca y veranos de calor seco. Pero no por eso son rudos. Al contrario: la docilidad y el buen manejo son evidentes en cada movimiento. No hay brusquedad en sus gestos. Solo respuesta, confianza, entendimiento.

El arte silencioso de la doma
En cuanto los observo, sé que aquí se practica una doma con criterio. Sin artificios. Sin forzar. Se nota en cómo se acercan al humano, sin temor ni sumisión, con esa actitud de compañero que ha sido formado con paciencia, tiempo y manos sabias. No hay tensión en sus cuerpos. Hay escucha.
Me acerco a una de las manadas. No necesito extender la mano: ellos vienen a mí. No buscan zanahorias, sino caricias. Y eso dice mucho. Me acompañan un tramo mientras camino entre los senderos flanqueados por carrascas y roca viva. No hay ruido, salvo el de los cascos al pisar la tierra. Ese sonido me conecta con algo profundo, ancestral. Como si, por un instante, compartiera la memoria del caballo en la historia de este país.

Una fortaleza que fue frontera
El castillo no está lejos. Se alza a poca distancia, y lo observo ahora con una nueva perspectiva, a ras de pradera, con los caballos como primer plano y la piedra milenaria como telón de fondo. Parece una pintura. Pero es real.
Construido a comienzos del siglo XI por mandato del rey Sancho III “El Mayor” de Pamplona, y ampliado por su nieto Sancho Ramírez, el castillo de Loarre fue en su día frontera viva entre el mundo cristiano y el musulmán. Fue bastión militar, pero también centro religioso. Un lugar donde la fe y la espada compartieron muros.

Montar en Loarre: una experiencia completa
La hípica organiza rutas a caballo que conducen hasta las puertas del castillo. Montar aquí no es simplemente un paseo. Es un acto casi simbólico: ascender a lomos de un caballo hacia una de las fortalezas más importantes de Europa es como trazar un puente entre dos mundos, entre dos tiempos. Te conviertes, por un momento, en peregrino, en soldado, en monje… o simplemente en alguien que busca entender, desde la montura, lo que las palabras no pueden explicar.

En la Hípica Castillo de Loarre se imparten clases de equitación y se practican disciplinas ecuestres, pero no es una escuela común. Se enseña a montar, sí, pero sobre todo se enseña a sentir. A mirar al animal con otros ojos. A montar desde la comprensión, no desde la imposición.
Los niños aprenden a cepillar antes que a galopar. Los adultos reaprenden a escuchar. Y todos, sin excepción, se llevan algo que no cabe en una medalla ni en una copa: el respeto.
Donde el relincho es memoria
La Hípica Castillo de Loarre no es una postal bonita. Es una vivencia. Una que va desde la pradera hasta la muralla, desde el relincho hasta el silencio. Aquí el caballo no adorna la historia. La cuenta. La camina. La reconstruye.

Y como periodista ecuestre, después de tantos kilómetros recorridos y tantas cuadras visitadas, puedo decir que pocas veces he sentido tan fuerte esa conexión entre el caballo y lo que fuimos. Y quizás, también, con lo que aún somos. Porque cuando un caballo te lleva por los mismos caminos que recorrieron reyes, soldados y monjes hace mil años, no solo estás montando. Estás viajando. En el tiempo, en la tierra y en ti mismo.